Hace un tiempo que de vez en cuando tropiezo con él. Parece ser que va dando vueltas por el barrio
sin rumbo aparente. Es un hombre
singular. Raro, diría yo.
La primera impresión es de un vagabundo aunque
algo no acaba de encajar. Si te fijas mejor te das cuenta que su ropa es correcta, pantalones de pana
y chaqueta a cuadros, quizá un poco envejecida, pero el problema al conjunto es
la pose. Va semicurvo, cabizbajo y arrastrando los pies. Pero hay más, lo que verdaderamente choca es que en su mano derecha lleva un libro. El cual va leyendo
mientras deambula en su eterno paseo.No
he sido capaz de averiguar si realmente ha conseguido una técnica para poder
leer y andar simultáneamente, o
si simplemente pasea a su querido amigo. Y todo ello sin tropezarse, porque jamás
le he visto levantar la cabeza de su
libro. Como decía, es un hombre singular.
Ahora, acostumbrada a él, ya no le temo, ni se apodera de mi esa repulsa que sufrimos las personas ante la visión de lo gretesco. Ahora, cuando tropiezo con él se me dibuja una media sonrisa. Se ha convertido en algo familiar aunque ajeno a la vez. Son de esas personas que acaban un poco convirtiéndose en decorados de
nuestra vida. Ese hombre, cuyo nombre y circunstancias
desconozco, despierta en mi curiosidad. No es el típico personaje
que entristece al verle, al revés, provoca una alegre melancolía porque de alguna
forma es feliz. Simplemente, aunque no lo podamos entender, es un hombre que decidió vivir en otro mundo.
Un mundo lleno de paseos y lecturas. Un hombre que decidió ser: un lector errante.