jueves, 18 de enero de 2018

Abuela


No sé si será el Blue Monday, el frío, las pocas horas de luz, el invierno, o no sé por qué, pero hace días que pienso en mi abuela. Incluso he empezado a cocinar sus recetas, a mi manera, porqué no tuve tiempo de tenerlas. Una mujer menuda, de pelo negro y mirada severa, de fuerte carácter, según dicen, incluso difícil, que imponía y ordenaba.  Una mujer fría, dirían muchos.

Yo recuerdo a una mujer menuda, de pelo negro, de ojos profundos y manos frías. Siempre tenía las manos frías, no sé por qué. La abuela, si bien es cierto que no se andaba con chiquitas también lo es que las niñas, o sea, mi hermana y yo, éramos siempre lo primero. Fuimos durante muchos años las únicas nietas.

Recuerdo cómo iba de ajetreada cuando nos tenía en casa, achuchando a mí abuelo, siempre pendiente de que estuviéramos confortables, cómodas, contentas. Si necesitábamos más cojines, más toallas, si queríamos un vaso de leche o lo que fuese, además,siempre nos esperaban un montón de cuadernos y lápices de colores. Nos gustaba pintar.

Recuerdo esos veranos en el pueblo. Me veo sentada en el arcón de la cocina colgándome las piernas, embobada, mirándola mientras ella trasteaba por la cocina.  Mi hermana y yo siempre queríamos ayudarla, a limpiar las judías, hacer las rosquillas, a lavar los platos… a lo que fuese. Ahora me doy cuenta de que probablemente molestábamos más que ayudábamos, pero ella siempre nos dejaba participar. Siempre que íbamos al pueblo hacía rosquillas, ¡Qué jubilo!. No sé que era mejor, si comerse las rosquillas que estaban riquísimas, o ayudarla a prepararlas.  Recuerdo batir a mano esas claras a punto de nieve hasta que me dolía el brazo y no podía más, luego ella cogía el tenedor y plim-plam, plim-plam, en un momento las tenía. (Admiro a esas mujeres que han cocinado toda la vida sin las ayudas que tenemos en la actualidad.)  Una mujer fuerte, de campo que  cogía la cazuela caliente ¡sin trapo!. Todavía hoy no entiendo como no se quemaba.

Recuerdo cómo me retiraba el plato aprovechando un despiste de mi padre (yo siempre he sido de mal comer) para luego aseverar que la niña ya había terminado.

Aunque vivíamos lejos hablábamos por teléfono creo que cada semana. Siempre le tuve confianza, siempre le conté mis devenires del colegio. Estaba lejos pero para mí era muy cercana.

Recuerdo cuando alguna vez vino a nuestra casa, a Barcelona.  No le gustaba nada el viaje en tren, claro que antes el viaje era muy largo. Si viera que ahora que en 2.30h podríamos vernos… Recuerdo que unas navidades mis abuelos vinieron a Barcelona, no sé si porqué ya estaría enferma y andaba de médicos...  Yo ignorante en aquella época, sólo era feliz porque habían venido. Esas navidades, recuerdo, fuimos todos a misa del gallo, porque mi abuela era de misa. Eso de salir de noche, todos, para ir a misa, en aquel momento me pareció la cosa más sorprendente del mundo y fui todo el camino emocionadísima, pegando brincos, cogida de las manos de mis abuelos.

Ironías de la vida, años después, ya adolescente, recuerdo la discusión que tuve con mi abuela, precisamente porque no quise acompañarla a misa un domingo, como había hecho toda mi infancia cuando pasábamos los veranos en el pueblo.  Tras intentar convencerme por activa y por pasiva, al final, sin ningún aspaviento, ni amenaza, ni castigo, se fueron ellos, mis abuelos con mi hermana pequeña, y yo me quede en casa, sola.  Hoy la acompañaría todos los días si con ello pudiese estar con ella.  Ya en los últimos años cuando estaba ciega y ya casi no salía de casa, escuchábamos misa en la televisión. Nunca perdió su fe, pese a todo. 

Recuerdo el año que cogí otitis. Sí, otitis en un pueblo de secano en mitad de Castilla, yo soy así de especial. En fin, que ese verano cogí otitis y tenía un dolor fuertísimo que se me llevaban los demonios. Mi abuela, solicita y preocupada, me planchaba durante horas unos pañuelos para que con el calor me aliviase el dolor. Eso y no los medicamentos es a todas luces lo que me curó, estoy convencida!  

Recuerdo también las sobremesas en ese sofá del pueblo que ya entonces era viejo, arrulladas, mi hermana y yo junto a mi abuela, cual gatos, para ver el culebrón de turno, ¡No nos perdíamos ni un capitulo!.

Recuerdo la vez que, creo que tenía doce o trece años, se nos ocurrió a la pandilla que éramos en el pueblo irnos a comprar un helado al pueblo de al lado, a unos 4 km.  Yo juraría que lo habíamos hecho siempre pero probablemente los adultos no estuviesen al corriente hasta esa tarde o, mejor dicho, mi abuela no lo sabía. ¡La bronca fue de órdago! ¡Ese día sí que se enfadó pero bien!  Porqué nos podía haber atropellado algún coche, ya que el camino no es camino sino que es la carretera. Yo intenté defendernos, creo que ya apuntaba maneras, alegando que habíamos ido con mucho cuidado, que había sido idea de los chicos, que las chicas éramos reticentes pero que no había otro lugar dónde comprar helado. Yo sabía, por motivos que no acababa de comprender aún, que para mi abuela todo lo malo eran los chicos; las chicas (en especial sus nietas) eran las buenas.  Lógicamente, obvié todos los detalles que no hubieran ayudado nada a la defensa, la bronca, nos la llevamos. Creo que incluso algo de castigo tuvimos, supongo que no nos dejaron salir a jugar esa noche. No debió de ser para tanto porqué ni siquiera lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que a los pocos días hizo para que mi abuelo me comprará un pequeño monedero para llevar “bien guardado” el dinero, por si teníamos que comprar algún refresco o lo que fuese. “¡No va a ir la niña con el suelto de cualquier manera que lo puede perder!”. Esa era mi abuela.

Luego nacieron mis primos, se quedó ciega y enfermó… yo además crecí, me volví una adolescente que ya no le interesaba ir al pueblo. Casi no recuerdo esos años, es como si de repente, en un parpadeo, me encontrará en clase en la universidad, tengo varias llamadas de mi padre y descubro atónita que mi abuela lleva un mes en el hospital que avise a los colegios de mis hermanos que pasaremos a recogerlos, nos vamos a Madrid.

Este es mi último recuerdo de ella. Una mujer inconsciente en una cama de un frío hospital, tiene el pelo lacio y blanco, con una mueca extraña sin la dentadura y muy delgada. Tal como entro en aquella habitación, me doy la vuelta y  salgo, ¡esa no es mi abuela!

Murió en abril. Recuerdo el desconsuelo de mi abuelo, totalmente deshecho, bañado en un mar de lágrimas. Mis tíos también muy descompuestos. Había mucha gente, familia que ni recordaba, todo pasa rápido, como si no estuviera allí, como si fuese un espectador de una película. Yo no lloré, no la he llorado nunca.  A veces el dolor es tan grande que te deja inerte.

La recuerdo todos sus cumpleaños. La recuerdo todos los 12 de abril. La recuerdo siempre. Esa mujer menuda, de pelo negro, de mirada firme y esas manos tan frías.  Esa mujer para algunos severa y fría… yo solo recuerdo ese amor que nos profesaba. Recuerdo a mi abuela, Alejandra.