Es mediodía y hay mucho bullicio, el ambiente es distendido y las conversaciones se entremezclan. Es un local
grande, sin pretensiones, dónde a un precio razonable dan buena comida y un
trato familiar. Las caras ya son conocidas
y al pasar los años se ha creado una relación extraña con el personal. Son esas
relaciones inclasificables con personas ajenas a tu vida pero que de alguna
forma compartes detalles y momentos. ¿Qué
tal tus hijos? Como va esto o aquello… Y poco a poco sin darte cuenta el
intercambio de información es considerable y acabas teniéndole cierto cariño a
esa camarera a la que llamas por su nombre, y que no solo te sirve la comida cada día con esmero,
sino que con un guiño y una sonrisa, te
susurra que te ha guardado un plato de
tu postre favorito.
Hoy, no obstante, el ambiente
esta enrarecido. Las conversaciones no son tan animadas como de costumbre, y Aurora no sonríe. Echando un vistazo al menú
se aprecia una coletilla al final que dice: “Gracias por todo y hasta siempre.” Y es
que hoy es el último día que van abrir. De repente te invade la melancolía, no acabas
de discernir si por sus caras tristes y
su desazón, o por simple egoísmo al perder parte de tu rutina., o todo en
conjunto. Sea como fuere, es una despedida, y todas las despedidas son tristes. Así que hoy decimos adiós, cruzamos palabras
de ánimo y esperanza deseándoles lo mejor. Dos besos, un abrazo, y empujamos por última vez la puerta de
cristal que nos separa, para siempre, de esas personas con las que hemos
compartido pedacitos de nuestra vida durante tanto tiempo.